Si algo tenemos claro como docentes es que “la educación es la base de la sociedad”.
El germen de todas las profesiones está en la infancia. Los niños empiezan a soñar todo lo que quieren ser en la escuela.
Nuestra base es la que nos permite sujetar hasta la última losa de nuestro tejado. Y la consistencia de esta base es la que va a determinar la estabilidad de todo lo demás.
El sentido de aprender parte de encontrar las herramientas necesarias para seguir construyendo puentes que nos permitan avanzar a lo largo de nuestra vida.
Ser maestro, ser maestra es un arte. En definitiva, nuestra pedagogía gira en torno a la frase “por amor al arte”. Es lo más vocacional que puede haber. Una vocación que cambia vidas, que transforma miradas y que hace sentir grande hasta lo, aparentemente, invisible.
Una mirada maestra es todo lo que marca en el corazón y en forma de recuerdos a los niños. Son esos gestos que guardan en su retina y que les hace saber que son importantes. Ese niño que necesita una mirada maestra porque nadie más puede darle esa vocación, esa familia que pide a gritos atención, esa familia que necesita esos minutos extra de conversación. Los maestros tenemos el compromiso de nuestra vocación. Es una motivación intrínseca, un compromiso que sale del corazón. Y en el corazón están todas esas personas que merecen vivir momentos para no olvidar.
Para no olvidar no es imprescindible hacer una actividad con la última tecnología en robótica, ni estar en el aula del futuro, tampoco salir al recreo a dar una clase. Formarnos en las últimas tendencias, robots, construir un aula del futuro o una radio se acaba aprendiendo e implementando. La formación es importante y nos esforzamos por buscar caminos para facilitarles el aprendizaje. Indudablemente esto aumentará su motivación y no lo olvidarán.
Pero por delante de eso va una mirada generosa, con paciencia, con humildad, con calidad humana. Y ya eso, marca la diferencia.
Nuestros aspectos más humanos nos harán eternos en los recuerdos de los niños. Sin nosotros no existirían miradas maestras.
En nuestra mirada se ven reflejadas las personas que van a sostener el mundo. Una mirada maestra. Una mirada de corazón, que nos permite ver personas en vez de cursos escolares. Una mirada que permite dar lo que necesitan porque todos los niños son excepcionales.
Este viaje magistral se hace más completo recorriéndolo al lado de compañeros que se queden escuchando al calor de tu hoguera viendo crecer la llama de todo lo que nos atormenta, pero que al acabar lleven agua para que se haga, cada vez, más pequeña. A veces llevándola en un vaso, otras en un tapón. Agua para conservar nuestra mirada maestra.
¿Cuántas veces hemos ido a un centro y quedan libres los grupos más “complicados”? El poder de esa afirmación marca el destino de esa clase. ¿Qué hay en esa clase? Niños que necesitan ser vistos acompañados de una sombra reforzada por nuestras palabras. Esta sombra es capaz de difuminarse hasta desvanecerse con una mirada maestra. Una mirada que viene acompañada de alguien que es capaz de cambiar su propia percepción.
No son pocas las veces que dejamos nuestros temores, problemas e inseguridades fuera de clase. Empezamos de cero dejando nuestra realidad a un lado para poder ayudar a construir el presente y el futuro. Como en todo, siempre hay dos partes; en una mirada maestra también cabe saber cuándo parar, cuestionar todo lo que no funciona, bajarse si no podemos mantenernos en pie. Saber cuándo detenerse para cerrar los ojos dando de nuevo forma a esa mirada maestra. Forma parte de nuestra vocación, de nuestro arte, de nuestra responsabilidad.
Una mirada maestra es una mirada que sale desde el corazón con rumbo al interior de todos los que nos rodean. El foco se encuentra delante de nosotros, basta con mirar.
Ese niño, esa niña es lo más importante y valioso para alguien. Tienen sueños, un camino por descubrir, una vida por construir. Van a ser adultos con recuerdos de infancia.
El mundo está sostenido por miradas maestras.
Jimena Conde





